(1) Hijita te tienes de casar
El
día era asoleado, el cielo estaba tan azul sin ningún nubarrón y una suave
brisa hacía mover las ramas de los árboles de aquel frondoso bosque. Mi
distracción era contemplar el bello paisaje y escuchar las animadas
conversaciones de mis acompañantes de trayecto. A ratos sucumbía en la
nostalgia de los tiempos perdidos. La amistad y compañerismo del convento. El
jolgorio del palacio Möller, la vida social de la corte... La rueda del destino
estaba girando y cabalgaba hacía a mi nuevo hogar.
El
camino era abrupto debido a las intensas lluvias primaverales. El carruaje,
algo viejo, chirriaba mucho. Viajaba junto a mis dos cuñadas y mejores amigas,
que querían conocer el palacio Echegaray y montar la fiesta de bienvenida de la
sociedad de Viña. Les agradecí el gesto. Pero luego se irían, como mi marido y
me quedaría completamente sola. Nos protegían tres guardas reales, porque se
rumoreaba que en aquella provincia habían incrementado los hurtos con
intimidaciones y agresiones sexuales.
El
bosque se iba haciendo más frondoso a medida que avanzábamos. Los árboles eran
más altos y era un ambiente más sombrío. El cantico de las aves me transportó
en mi querida Villa Ruiseñor, junto a sus aromas, en sus sonidos… Mi pequeño
pueblo, mi hogar. Cerré les ojos y recordé cuando era pequeña. La vida me parecía
tan fácil y sencilla allí. El amor a Dios llenaba mi corazón y daba forma a mi
existencia.
Me
estaba entrando sueño. Mis amigas hablaban sobre temas superficiales que me
aborrecían.
Hacía
ya medio día que estábamos de ruta, sin parar, ni si quiera para que los
caballos descansaran. Había muchas prisas para llegar a nuestro destino. Los
ojos se me estaban cerrando. Una sacudida brusca me despertó y salí disparada
hacia el asiento de enfrente, lanzándome en los brazos de Elsita. Augusta se cayó
y empezó a quejarse del conductor del carruaje. Algo mareada me voltee y senté.
Me agarré fuerte en la barra de metal de la puerta, a pesar de qué no nos
movíamos. María Elsa manteniendo la
compostura y luciendo su envidiable seguridad, se atrevió a mirar a través de
la ventana. La imité. Vimos a dos jinetes, con los rostros muy bien tapados con
pañuelos, saliendo del bosque con los escopetas en mano, disparándolas al aire
y luego apuntaron a nuestra escolta.
-
Amigas, mejor que nos agachamos.- Atino a decir la Duquesa Quiroga. Apareció un
joven soldado con su pistola desfundada y también nos lo exigió. Se afronto a
los ladrones y empezó a disparar. Los asaltantes se supieron defender y lo
derribaron. Lo obedecimos, nos echamos
al suelo y nos agarramos de las manos.
Me
tape las orejas, los ruidos de proyectiles me desagarraban por dentro. Empecé a
rezar otra vez, pidiendo que aquel infierno terminase. Seguramente, los fuegos
artificiales no duraron mucho, pero me pareció una eternidad. Una vez cesaron,
nos mantuvimos inertes al suelo. Augusta lloraba de forma histérica. Su otra
cuñada le cerró la boca con la mano. Temiendo que su histrionismo provocará a
los ladrones.
El
silencio era inquietante. ¿Sería aquello el fin del mundo? ¿La antesala de la
muerte? En milésimas de segundos valoras lo que dispones y la bendición de
estar vivo. La puerta de mi lado izquierda se abrió. Se trataba de uno de los
dos asaltantes. Llevaba un pañuelo que le tapaba la boca y nariz, y otro que le
ocultaba el pelo, hasta encima de los ojos. Iba vestido con unos pantalones
negros un poco anchos, y una camisa de cuadros negros y blancos. En su mano
derecha empuñada una pistola grande.
Con
señas nos señalo que nos incorporáramos y bajásemos del carruaje. Mis amigas
fueron las primeras en hacerlo. Me costaba moverme del suelo, estaba como
bloqueada por el miedo. Me atreví a mirarle a los ojos. Eran marrones tierra,
con un rayo de luz. Su nariz se deducía perfecta. Leí un destello de duda en su
mirada. Suspiro brevemente. Seguía sin hablarme. Extrañamente se atenúo el
pánico que sentía.
Empezó
a mover la pistola de forma amenazante, invitándome a salir al exterior.
Temblando un poco, me cambie de posición, pase por su lado y en un impulso lo
empuje. Perdió el equilibrio y se cayó encima del asiento. Su arma acaricio el
suelo. Aproveche para saltar al camino. Observé mi entorno. Mis guardas de
seguridad yacían al suelo polvoroso, muertos. El cochero estaba retenido por el
otro asaltante, violando nuestro equipaje. Buscaban joyas, dinero o cualquier
cosa de valor. Las otras chicas estaban abrazadas enfrente de mí.
Me
despisté y mi agresor me derribo. Caímos los dos al suelo. Se puso encima de
mí, agarrándome fuerte de los brazos. Nunca he sido una persona violenta, jamás
había pegado a nadie ni sabía defenderme. Por eso me limite a restar quieta,
implorando al altísimo que no me lastimara. La situación me aterraba. Mis
cuñadas suplicaban que no me dañasen. El otro ladrón las amenazo con el arma,
haciéndolas callar.
Cerré los ojos, dispuesta a acatar la
prominencia. Mi opresor resto estático encima de mí, pegando su cuerpo delgado
con el mío, manteniendo el fuerte agarre pero sin agredirme. Fue entonces que
los percibí. Mis pechos se estaban rosando con otros pechos, incluso pude
sentir como sus mugrones estaban erectos. Impactada por mi descubrimiento,
volví a abrir los ojos y me deje hipnotizar por sus ojos tan radiantes. Había
tanta dulzura impresos en ellos que me ocasiono un vuelco al corazón. Aquellos
latidos eran tan intensos, tan bravíos, que ocasionaron un colapso completo de
mi ser. Le sonreí y el miedo se difumino en el olvido.
Su
compinche terminó de explorar nuestras pertinencias y hacerse con el botiquín,
ato al pobre cochero y se nos acerco. Fue entonces cuando la mujer me quito,
con mucho tacto, el colgante sencillo, con una cruz de marfil blanco y un
corazón rojo en la parte central, que jamás me quitaba desde que era pequeña.
Sus dedos eran tan suaves que me estremecí. Mis ojos se me mojaron, sintiéndome
impotente.
-
¡Por favor, no se lo lleve! Era de mi madre, es el único recuerdo que dispongo
de ella.- le suplique. Por unos instantes dudo. Miro a su cómplice,
probablemente el líder de la banda. Se lo guardo en su bolsillo, incapaz de
contradecirle.
-
¡No llore señora, su esposo les comprará otras joyas! Piense, que al menos esas
darán esperanza a la gente que explotan para costearlas.- Me sermoneó el
hombre, que tenía voz un poco de pito. Me hizo sentir muy mal, como una persona
superficial y fría.- ¿Cuál de vosotras es la Marquesa de Echegaray?
-
Yo misma.- Respondí rápido.- Si sólo me queréis a mí, dejad libres a mis amigas.
Tienen hijos que cuidar. Por favor, tened piedad de ellas.- les pedí con
vehemencia.
-
No tema Marquesa, sólo queremos los objetos de valor.- Me susurro mi opresora,
rompiendo su silencio. Su voz fue grave y forzada. Seguía fingiendo ser un
hombre.
-
Sólo le pido que le transmita un mensaje a su marido, que deje de pedir impuestos
abusivos a los habitantes de su pueblo. Ya tienen suficiente con la recaudación
del rey.- Miro a la mujer, como reprochándole algo.
Mi
opresora dejo de sujetarme y se incorporo con agilidad. Se reunió con el otro
ladrón y le susurró algo en el oído. Debía de tener un gran poder de seducción,
pues dejo de atacarme. Llamaron con un silbido a sus caballos, se subieron y
huyeron. Ella me miro brevemente, antes de desaparecer en el horizonte. Trate
de incorporarme, estaba temblorosa y dolorida por la caída. Mis acompañantes se
me acercaron y me ayudaron a levantarme. Nos abrazamos. Lloramos largo y
tendidamente.
En
aquellos instantes, odie a mi padre por haberme vendido a un hombre, como si
fuera mercancía. Odie estar lejos la congregación de la Esperanza y haber
renunciado a ser monja. Odie mi destino.
María
Elsa tomo el timón de la situación. Desató el conductor de la diligencia.
Recogió las escopetas de los soldados y nos las paso. Tanto Augusta y yo la
cogimos con las manos temblorosas. Entramos dentro la carroza. Nos agarramos de
las manos y ordenamos a nuestro cochero que retomará la marcha. Minutos más
tarde, estábamos más calmadas. Cada una tenía su propia versión de lo ocurrido.
No me extraño, porque eran tan distintas. Entendía a los ladrones, el hambre
asechaba al pueblo y había muchas desigualdades sociales. Era injusto. Me sentí
apoyada por la esposa de mi hermano mayor. Mientras mi otra cuñada era más
beligerante y tenía ansias de venganza.
Cerré
los ojos de nuevo y vi la preciosa mirada de la bandolera. Evocar aquel momento
me condujo a un extraño estado de extenuación. Me había impactado que una mujer
pudiera dedicarse aquellos peligrosos menesteres, luciendo ropa de hombre. No
encajaba en ninguno de mis esquemas mentales conocidos.
No
tardamos en llegar a Viña, dejamos el equipaje revuelto a la mansión imponente
de los Echegaray. El capataz de la haciendo nos condujo en la comandancia para
denunciar el asalto y robo. Les mentí cuando me pidieron que describiera el
ladrón que me agredió. Su único delito era haberme robado joyas y dinero.
Ninguno de los dos me había lastimado. Las dolencias que tenía solo eran de
haberme caído y mi pequeña osadía de desafiarla.
-
¿Mercedes, en serio, no puedes describirles como era aquel delincuente? ¡Si te
comió con la mirada! Lo has tenido tan cerca…- Protestó la Condesa Montero.- Si
me hubiera pasado a mí, me hubiera muerto de asco. Sus manos sucias tocándome,
su mirada lasciva y sucia.
-
No es raro cuñada, Mechita estaba bloqueada por el miedo. ¿Suele ocurrir
comandante, no?- me defendió María Elsa, mi protectora. Le tenía tanto a
agradecer. La adoraba.
-
Correcto Duquesa Quiroga. Muy bien, tomo nota de su denuncia. Por lo que habéis
narrado son los mismos ladrones que operan cerca de Viña.
-
¿A qué esperan entonces en detenerlos?
-
Ya lo hemos intentado Condesa, pero los bosques son muy extensos y ellos se los
conocen muy bien. No duden que pondremos nuestro empeño en ello.
-
¡Eso espero, y directos a la guillotina!- en sentirla se me erizo la piel. Nada
justificaba la muerte.
-
Seguramente, lo necesitan para sobrevivir.- Los defendí al final, ganándome
varias miradas de reproche.
Me
refugie en mi nuevo hogar y me cerré en mi alcoba. Estrene mi nuevo diario, quien
sería mi confidente durante mi soledad. Extrañaba a mi vida anterior. Todo cambio
cuando mi padre me visito el día antes de tomar los hábitos de monja…
Meses atrás…
Queda
muy lejos mi anterior vida en el convento la Esperanza de Villa Ruiseñor, donde
creía acariciar la felicidad plena. Servir a Dios, cuidar de nuestro pequeño
huerto, meditar sumergida en un amoroso silencio, enseñar a las niñas de la
escuela, acompañar a los enfermos y dar esperanza me llenaba mucho. Mi única
ambición era ser abadesa. No conocía nada más que aquellas cuatro paredes y el
pueblo natal de mi familia.
Mi
padre de dejo al cargo de las monjas cuando enviudo. No me acuerdo mucho de mi
madre, era tan pequeña cuando falleció. Mis hermanos eran algo mayores y se
fueron a vivir a la capital del reino de Chile, para prepararse para ser unos
buenos caballeros y servir a su nación.
Crecí
lejos de ellos. Solo los veía en las festividades de la villa. Me sacaban del
convento y me instalaba en nuestro palacio castillo. Organizaban pomposas
fiestas, donde acudían los linajes más populares de Chile, como los Duques de
Quiroga y los Condes de Montero.
Alguna
vez incluso había venido el virrey Pereira, gran amigo de mi padre. Fue una
época dorada para los Möller, que se terminó años después al morir el monarca
sin descendencia. Se había especulado que tenía un hijo ilegitimo, pero se
quedo en un burdo rumor. Nadie de su entorno supo si aquello era cierto. O
quizás, no les intereso revelar aquel misterio.
El
cargo lo heredo un sobrino lejano, procedente del viejo continente Europeo, de
nacionalidad francesa, Alberto Parice. Era muy joven cuando acepto el reto de
dirigir aquel país tan lejano a sus tierras. Prometió prosperidad y modernidad
a Chile. Hacía muy poco que se había conquistado la independencia de España
y andaba orgullosa por un futuro mejor. Aún así a nivel organizativo poco
cambio y seguía existiendo muchas diferencias entre clases sociales. Seguía
habiendo mucha pobreza y los ricos amansando más dinero. Incluso, el rey Parice
había incrementado los impuestos y quería una corte lujosa.
La
nobleza inicio una competición para regirse como las familias de referencia
para el nuevo monarca. Los Möller cayeron en desgracia, sus principios tan
conservadores no gustaban al joven líder.
Los
Quiroga, aparte de ostentar un alto título aristocrático eran unos prometedores
comerciantes que supieron adaptarse a la nueva década. Eran capaces de
conseguir los productos más novedosos de escala mundial y colaboraban en la
renovación de la corte. Eso los situó a la cúspide del poder. Los Condes de
Montero, no tan ricos, pero más hambrientos de poder se tragaron sus prejuicios
prehistóricos para adaptarse a aquella nueva sociedad emergente.
Mi
padre no quería quedarse atrás, él que había sido gobernador de Chile durante
casi una década, renacería de sus cenizas. No dudo en casar a su hijo mayor,
Horacio, con María Elsa Quiroga. Luego, a su segundo hijo, Carlos, con la única
hija de los Condes Montero, Augusta.
Había
conocido a mis cuñadas de refilón en la infancia. Lucían tan hermosas con sus
vestidos de princesita. Las envidiaba por tener sus madres vivas. Me parecían
unas familias muy felices. Mientras yo me tenía de conformar con vivir sola,
junto a otras alumnas, las novicias y las monjas. Me resigne a mi destino, a
ser la hija perfecta, rectada e invisible. Me estresaba mi padre, siempre
preocupado por su estatus. No quería ser ningún obstáculo para él. Aceptaba las
pocas horas que me dedicaba. La madre superiora siempre me consolaba con las
mismas palabras.
-
El Márquez es un hombre con muchas responsabilidades. Te quiere mucho y está
haciendo lo mejor para ti. No todas las chicas tienen tu misma suerte, de poder
cultivarte intelectualmente y ser la futura abadesa de la congregación.- Era ya
algo pactado. A los 18 años aceptaría los hábitos de monja y entregaría mi vida
a Dios altísimo.
Me
prepare a fondo por ello. Me gustaba leer, estudiar antiguos libros religiosos,
manuales de jardinería, de salud, curativos y otras artes. Los estudiaba con
entusiasmo, creyendo que me guiarían en mi futuro como madre superiora. Soñaba
como mejorar la finalidad de mis tareas, como ser una congregación abierta al
pueblo, ayudando a la gente y seguir predicando la fe católica.
No
me imaginaba otra vida distinta. Cumplí los 18 años y empecé a prepararme para
ello. Mi padre acudió el día antes de la ceremonia. Lo abrace feliz por verlo.
Se separo de mí y me contemplo con admiración.
-
Hijita, ya eres toda una señorita. Me gustaría que tu madre te viera.
-
Seguro que sí padre. Sólo espero que sea mañana para que mi sueño se haga
realidad.
-
Seguro que serías una buena abadesa, pero…- Se agacho ante mí y su rostro se
ensombreció. No supe cómo interpretar su ambigua expresión facial. Temí nuevas
malas noticias.
-
Padre, ya soy mayorcita. Suelta lo que tenga de decirme.- Le pedí con
entereza.- ¿Está usted bien?
-
Sí mi niña. Sólo tengo de comunicarte que su destino ha cambiado. Debes de
casarte como las otras chicas.
-
No quiero papa. Soy feliz consagrando mi vida a Dios.- Protesté, sonriéndole.
Le agradecí que me lo propusiera. Entendí que me lo quisiera plantear, porque
si cogía los hábitos de monja renunciaría a ser madre. Nunca me lo había
planteado ni me había enamorado de ningún chiquillo.
Mi
inapetencia, o poca curiosidad por ellos, no me preocupaba porque creía haber
sido bendecida por Dios al sentir su llamada. Me gustaba compartir las horas
del día con otras novicias, colaborar con ellas en las tareas domesticas y
salir a pasear al atardecer. Siempre te llevas mejor con alguna. Conectaba
mucho con Sor Inés, una novicia dos años mayor que yo. A su lado perdía la
esencia del tiempo. Era tan guapa, tan simpática, bondadosa e inteligente. Pero
lamentablemente, la trasladaron a otro convento. La extrañe enormemente.
-
Mercedes es una orden. Tu destino será más pomposo y útil que ser monja.- Me
callé. Los hombres tenían el poder y me enseñaron a obedecer a las figuras de
autoridad. Me retiré a mi celda conteniendo el llanto. Me arrodille y le
suplique fuerzas a Dios para afrontar sus nuevos designios. Si quería que fuera
una buena esposa y madre lo sería.
Preparé
mi maleta con la ropa de señorita, me despedí de la resignada abadesa. Su
mirada era triste. Ya era algo mayor y se había apoyado mucho en mí. La quería
como madre y como mi ejemplo a seguir. Mi padre, me esperaba en su ostentoso
carruaje. Odiaba que tirase tanto dinero solo para aparentar. No faltaba ser
rico sino que se debía de mostrar para que te respetaran. Iba resguardado con
un grupo de soldados del reino.
-
Un lujo gracias estar prometida con el Márquez Echegaray. Los caminos no son
seguros. Ha aumentado el vandalismo. Los nuevos tiempos no se hacía donde nos
llevaran.- Medio algo triste, extrañando la vieja gloria, aunque hubieran sido
una colonia.
-
Quizás, la pobreza extrema que existe tiene la culpa.- No dudo en remarcarle.-
La comida escasea, hay muchos familias con muchos hijos y no tienen suficiente
comida para alimentarlos. ¡Qué triste papa!
-
¡Hay hijita, que buena eres!- me paso el brazo por la espalda. Lo adoraba.-
Encontraré la forma de ayudar. Aún así, nada justifica que roben y se cobren
vidas por ello.
-
Quizás, se necesitarían más políticas sociales y el rey disminuyera sus
elevados impuestos.- Le sugerí, negándome a quedar inerte ante tales
injusticias.
-
La gente es muy ingrata. Más trabajar para hacer crecer el país, si no es
fuerte o rico, no resistirá a las presiones exteriores. La defensa de la nación
y otros privilegios no son fáciles de mantener.- Se justifico. Me calle. A fin
de cuentas, él como hombre sabe cómo deben de ser aquellos asuntos. No nos
educan para pensar en aquellos menesteres. Lo único que veía es familias con
dificultades para llegar a fin de mes, que les faltaba comida, que vivían en
viviendas insalubres, que enfermaban fácilmente y mucha mortalidad infantil.
Viajamos
toda la noche hasta llegar a Santiago de Chile al amanecer. Me aloje en la
mansión familiar, donde también vivía Horacio y María Elsa. Mi otro hermano
residía en otro palacete, acorde con su rango. Me caía bien mi cuñada. A pesar de
disponer de más rango que Augusta, no era una estirada. Le encargaron a ella,
junto a otras mujeres, prepararme para ser una perfecta dama.
-
Cuñada alegra la cara, parece que te estén llevando al matadero.- Me dijo una
tarde antes de visitar a la modista que debía de coser mi vestido de novia.-
Aunque, te entiendo las mujeres estamos condenadas a ser los monigotes de los
hombres.
Su
comentario de sorprendió y choco profundamente. Sin saber que decir, calle. Me
habían enseñado a no mostrar mi opinión, a respetar las leyes imperantes en la
sociedad. Aunque, me estaba costando adaptarme en ella, sin ninguna otra
preocupación que cuidar de mi figura, comer, quedar con otras señoras para tomar
el té y cotillear, coser o ir a la modista para cambiar de vestuario.
Me
aburrían enormemente sus conversaciones típicas sobre los hombres, los chismes
de corte, criticar a otras damas por impúdicas. La mayoría no era feliz con sus
matrimonios y con su rol de madres.
-
Ya verás querida que tu prometido, Joaquín Echegaray, es muy guapo y un
auténtico caballero. Falta poco para que regrese de su viaje por Europa.- Me
dijo Augusta muy entusiasta.
-
No me la espantes, para ti todos los chicos son guapos.- Le recriminó María
Elsa.- Además, no disponemos de tantas referencias de él. A mí me han dicho que
es un joven muy rebelde, por eso su familia lo ha enviado a Europa.
-
Gracias por vuestros consejos. Aún así, mi destino es casarme con él. Me fió de
los designios Dios y el criterio de mi papito.- Le corte de forma severa.
Acalle mi voz interior que me gritaba todo lo contrario.
-
Mercedes, tú eres la única que debería de decidir sobre tu vida y futuro. Si
tienes vocación religiosa, lucha por ello.- Me remarcó con vehemencia.
Enmudecí, impactada por la firmeza de su discurso. Mi otra cuñada se mosqueo un
poco y empezaron una pequeña disputa.
-
Por favor Elsita, el destino de toda mujer es casarse y tener hijos. Si no eres
feliz con Horacio, no llenes la cabeza con pájaros a nuestra cuñadita. Las dos
sabemos que a ti el casamiento te ha ido de perlas. Si no fuera por los
Möller…- Su amenaza me hizo erizar la piel. Miré a la chica rubia, que no se
había sonrojado.
-
Augusta, tu matrimonio y el mío son iguales, un acuerdo mercantil. ¿Estás
orgullosa de ser mercancía de tus padres? Y veo perfectamente como miras a mi
marido, no soy ciega.- La miro con desprecio y no añadió nada más. Se dirigió
hacia la puerta de mi alcoba y me pidió disculpas.- Lo siento Mechita, no debo
de meterme en tus asuntos, no me incumben.
-
No te preocupes. Gracias por los consejos. Pero por favor, no os discutís por
mí. Tengo muy asumido cuál es mi misión en ese mundo.- Le cogí la mano y se la
apreté. Me lo agradeció y se fue. Mi otra cuñada, se quedo más tiempo, riendo
de una forma triunfal.
-
Amiga, no debes de hacerle caso. María Elsa ha tenido una vida muy liberal e
impúdica. Se la obligo a contraer matrimonio con Horacio, para tapar sus
vergüenzas. Es una desagradecida.- Sus palabras llenas de veneno no me
gustaron. Sin posicionarme por ninguna de las dos, le pedí educadamente que se
marchara. En aquellos momentos, extrañaba la vida monacal. El silencio, el
compañerismo, los pequeños dolores de cabeza y lejos de las malicias humanas.
-
Querida Augusta, sólo a Dios le concierne juzgar nuestros actos. Seguramente,
cada uno tiene sus pecados a confesar.- Su rostro hermoso se le borro la
sonrisa de satisfacción.
-
¡Ah, Mechita eres tan inocente! Espero que Elsita no te defraude, si supieras
sus secretos no la defenderías tanto.- El placer del morbo estaba impresa en su
mirada marrón. Sólo ella me hace sentir incomoda, tan altiva y fingiendo ser
una perfecta dama.
-
¿Así hablas de una buena amiga? No me quiero imaginar que dirás de los otros…-
No evite recriminarle. Tarde solo unos segundos en lamentar mi osadía.- Lo
siento, no me gusta que se injurie a nadie.
-
Así es la sociedad querida. Para la corte eres la beata prometida del futuro
Márquez de Echegaray.- Ironizó de forma cruel. Me contuve para no soltarle
ningún impropio y le señale otra vez la puerta. Por fin se fue.
Me quede sola y sintiéndome muy triste. La
Duquesa Quiroga tenía razón, seguía sin apetecerme casarme. Me arrodille y
empecé a rezar para que me diera valor por acatar su santa voluntad.
Genial! Me encanto!
ResponderEliminarMe alegro que te haya gustado! :)
EliminarEspero ansiosa otro capítulo
ResponderEliminarTengo ya capitulos publicados, el último es El lucero del alba (capitulo 6). EStan en el blog.
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